La noche es cerrada. Mientras el avión se eleva progresivamente guiado por unos débiles pilotos azules, las luces de La Habana pierden intensidad con la altura. Son dispersas, nada que ver con el entramado lumínico de cualquier capital europea.
Son tenues, como si la urbe durmiese triste, aunque ocurra todo lo contrario. Volvemos a España, a la realidad que creemos universal. Regresamos de allí, del otro planeta, del otro mundo, de la realidad con seis horas y cincuenta años de retraso.
Después de doce días en Cuba, uno ya está acostumbrado a la oscuridad de las calles isleñas. Ya ha dado tiempo a caminar por La Habana Vieja. A conocer a los cubanos turísticos y a los cubanos auténticos, los que tocan la guitarra en la acera de El Malecón aireados por la refrescante brisa marina, los que pagan en pesos cubanos y no en convertibles. Aquellos a los que es mejor ver lejos de los muros del hotel.
Y pese a ello, pese a creer palpar el espíritu de la Revolución, pese a pensar que entiendes Cuba, que la has respirado lo suficiente, que has sufrido su ritmo apático... Pese a todas esas sensaciones, es al marcharte, al ver La Habana semioscura desde el vuelo 470 de Cubana Aviación, cuando te das cuenta de dónde has estado.
Llevo una hora en el piso de Pamplona. No tengo sueño y todo es raro. Echo de menos esas luces deprimentes. Las luces más tenues del universo.
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