El problema es de concepto. Celo en Pamplona es celo, pero ese con el que mis gatos me dan la tabarra en torno a los últimos días de abril. Es el celo de la naturaleza, del 'deseo sersuá', que diría mi colega almeriense Francis. En mi casa de Murchante el celo es celo de pegar.
En el piso de Iruña también digo celo. Y en la uni. Pero si lo digo en un comercio, 'agárrome' y no me levanto. Porque resulta que cuando uno de por allá abajo sube hasta la capital, se encuentra con un microcosmos léxico de la pera.
Es capaz de arruinarte el desayuno, porque ni se te ocurra pedir una napolitana. "¿Eso es una pasta italiana o una salsa de tomate y zanahoria? De lo segundo no tengo, majo", replicaría cualquier dependienta de La Tahona.
Es curioso que en apenas 100 kilómetros de distancia, desde las orillas del Ebro hasta la sierra de Tajonar, cambie tanto la manera de decir las cosas. Pero es así y hay que andar con pies de plomo. Espero que si algún día me compro un violonchelo, no tenga que explicar al vendedor que no se trata de un accesorio para acosadores sexuales que persigan a mujeres de la edad de mi tía Chelo. "Un violonceLLo, señor. Un violonceLLo".
3 comentarios:
Aquí, en las tierras easonenses, al celo (cinta adhesiva) le llamamos celo. Y a las napolitanas, napolitanas. Y al pan, pan. Y al vino, como locos.
Pamplona, al parecer, tiene su microclima lingüístico.
Están locos estos habitantes de Pompaelo!!
En efecto, Paul. En efecto. Por Tutatis lo juramos!
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