Para llegar a mi destino me quedan dos kilómetros de NA-160, dejando a los lados las naves del polígono y la tierra de los descampados, igual que cuando mi abuelo, bicicleta en marcha, me echaba la bronca por no ponerme más a la derecha del arcén.
Una nueva y chapucera rotonda me da la bienvenida, algo que no consigue ese dichoso letrero. "Tudela, la de tus compras". Mejor la de mis amigos, mi madre, mis gatos, el Ebro, mis ex novias, mis recuerdos... también la de las obras.
Aparco cerca de la Torre Monreal, bajo a la boutique más cercana a por un Twix. Me lo zampo. Y de nuevo al volante. Seis kilómetros hasta casa de los abuelos. Glorieta de Fitero-Cintruénigo-SKF, giro a la izquierda. Allí está el indicador mágico. "Murchante".
El Moncayo me mira, cubierto de nubes y nieve, pero me mira fijamente. Y yo a él también. Es el fondo del cuadro perfecto, del bodegón más auténtico, más familiar. Los invernaderos quedan a derecha e izquierda, produciendo rica huerta.
Paso el puente de la autopista, la gasolinera, el canal... y vislumbro la cooperativa, donde Víctor y yo robábamos uvas a los remolques de los tractores para merendar cuando ni siquiera teníamos diez años. El recibimiento pintado en un mural nunca cambia. "Quien a Murchante vino, y no probó el vino, ¿a qué vino?".
Pues a ver a la abuela Mari, al abuelo Jesús, a saludar a Justo, el vecino, que acaba de volver del campo con su 'mobilette', a jugar con mi primica Lucía, más rubia que el oro del rey Midas. A oler las brasas de la costillada de al lado, el aroma del pino del jardín y a tiritar de frío cuando salgo del coche y el bendito cierzo me recuerda que, dos meses después, vuelvo a pisar mi casa.
Por fin.